¡Hola utópic@s!
Hoy quiero compartir con vosotros un relato que le prometí escribir a mi querido amigo Diego M., y que está inspirado en los variopintos alojamientos en los que ha estado durante sus viajes. Así que aquí os lo dejo, dedicándoselo con mucho cariño y esperando que disfrutéis de la lectura ;)
Llovía ferozmente, diluviaba, una capa densa de agua
se deslizaba por el parabrisas, como una cortina tupida que le impedía a Darío
ver la carretera. Los faros del coche se esforzaban por iluminar la oscuridad,
aunque no podían; solo los amenazantes rayos alumbraban intermitentemente el
camino. Con la iluminación de uno de esos relámpagos Darío consiguió ver el
cartel que señalizaba un hospedaje a pocos kilómetros.
«Quizás debería pasar la noche ahí», pensó, aunque
no le gustaba la idea de perder otro día en el viaje, pero sabía que seguir
conduciendo con ese tiempo sería una temeridad, no conseguía ver nada, siquiera
si iba o no dentro del carril. Mientras sopesaba las opciones, el coche patinó
sobre el asfalto mojado y durante unos segundos perdió el control.
—¡Joder! —gritó Darío con el corazón latiendo a mil
por hora cuando consiguió enderezarlo.
Si le quedaba alguna duda, se había disipado,
definitivamente pasaría la noche allí y continuaría el viaje por la mañana.
Tomó el desvío para entrar en una carretera de mala muerte llena de baches y al
salir de una curva apareció ante él la baja edificación de las habitaciones
coronada con un letrero luminoso que rezaba «Hostal Vanhttos»; y
detrás de esta, un viejo y enorme caserón del mismo
estilo que el complejo de habitaciones.
Norman Bates y Psicosis
fueron las primeras imágenes que llegaron a su mente al ver el conjunto de
edificaciones del hostal.
—No seas paranoico —se
dijo a sí mismo volviendo a hablar solo, una costumbre que había adquirido por
pasar tantas horas viajando sin compañía.
Mientras aparcaba delante de la oficina, se percató
de que no había ningún otro coche en el aparcamiento, y eso le hizo imaginar
todo tipo de cosas, y no precisamente agradables. Pero también era consciente
de que la tormenta y la noche cerrada lo hacía todo más lúgubre; seguramente
por la mañana, con la luz del sol, ese lugar hasta sería acogedor.
Con la maleta en la mano, salió corriendo desde el
coche hasta el porche techado, aunque esos pocos metros bastaron para acabar empapado.
Entró en la oficina farfullando una maldición, no obstante, las sonrisas y la
cálida bienvenida de la pareja de mediana edad que le saludaban desde detrás
del mostrador hizo que su mal humor se suavizara un poco. Aunque pronto volvió
a incrementar por la insistencia de Ritta, la encargada del hostal, en intentar
mantener una apasionada charla sobre las inclemencias climatológicas mientras
formalizaban el papeleo y el pago de la habitación. Darío asentía y comentaba
alguna que otra frase típica por educación, estaba claro que no tenía ganas de
hablar, menos porque le costaba entenderla con el marcado acento extranjero que
tenía.
Finalmente le dio la llave y le indicó cuál era su
habitación, y Klauss, el marido de Ritta, se ofreció a acompañarle y llevarle
el equipaje. Declinando la oferta amablemente, se dirigió a la habitación, la
última puerta que se veía en el porche, aunque antes de llegar vio unas
máquinas expendedoras. A falta de un bar o una cafetería cercana, la cena
consistiría en un refresco y un sándwich de la máquina, que quién sabría cuánto
tiempo llevarían allí y en qué condiciones estarían, pero la otra opción era
una chocolatina con el envoltorio roto y medio derretida.
Llegó a la habitación y desde la puerta se quedó
observándola, evidentemente no era un palacio, pero al menos parecía limpia,
más que otros lugares donde se había alojado. Una cama, una mesilla de noche,
una lámpara de pie, una silla forjada, una cómoda antigua y un televisor era
todo el mobiliario que había en la habitación. También había una puerta en la
pared de enfrente, el baño. Y luego estaban los cuadros, varios paisajes de
montañas y bosques, al menos no eran bodegones.
«¿Por qué a todo el mundo le da por pintar frutas en
una mesa? Eso es algo que nunca llegaré a entender», pensó Darío recordando los
cuadros de los muchos hostales en los que había estado por su trabajo
itinerante.
Entró en la habitación y dejó la cena sobre la
cómoda, esta tenía una marca en la madera, como si hubieran puesto algo muy
caliente sobre ella y se hubiera grabado la forma. Aunque era extraña, parecía
que hubieran hecho un círculo grande y dentro cuatro más pequeños, pero daba la
sensación de que eran a la vez más y menos profundos que el mayor. Pasó los
dedos por la señal, recorriéndola, era intrigante, enigmática, incluso
siniestra. Algo en aquella marca le atraía, pero en aquel momento un trueno
restalló fuertemente y le devolvió a la realidad: aún con la maleta en la mano
y con la ropa mojada.
Dejando la maleta sobre la cama, sacó el pijama,
después entró en el baño para ducharse, y cuando vio que el plato de ducha no
tenía cortina se sintió aliviado, pues toda clase de extrañas ideas y escenas
de famosas películas le pasaban por la cabeza.
Seco y relajado ya, se acercó a la cómoda para coger
la cena, aunque se quedó mirando la misteriosa marca, ahora le parecía más
grande que antes, aunque eso fuese imposible. Desechando esa absurda idea, se
sentó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero, de modo que quedó
frente al televisor que descansaba sobre la cómoda, pero al encender este solo
encontró estática. Fue pasando los canales uno por uno, en todos lo mismo; y en
ese momento recordó que Ritta había comentado algo al respecto, con la tormenta
se solía ir la señal. Iba a ser una noche muy larga.
Se dispuso a cenar en silencio, solo con el sonido
de masticar y del envoltorio crujiendo cuando lo movía. La ventana hizo de
improvisada televisión, lluvia y más lluvia, y de vez en cuando un rayo, ese
era todo el paisaje, y aunque no era entretenido, era toda la distracción que
podía tener en aquel lugar. Al menos hasta que percibió un movimiento por el
rabillo del ojo y dio un respingo en la cama.
Miró a su alrededor sobresaltado, pero no había nada
ni nadie, estaba solo en la habitación. Esperó unos momentos y todo seguía en
calma, únicamente con el sonido de la lluvia de fondo a un ritmo constante. Sin
embargo, juraría que algo se había movido, algo cerca de la cómoda; no, no
cerca de, sino en la cómoda, pero allí no había nada, el televisor estaba
completamente apagado, ni siquiera tenía la luz de stand by encendida.
—Estás tan cansado que ya ves cosas raras —se decía
a sí mismo tratando de calmarse, aunque en su voz no había demasiada
convicción.
Intentando no pensar más en ello continuó con el
sándwich, aunque esta vez se quedó mirando la cómoda. ¿Cómo un simple mueble
podía ponerle tan nervioso?
Se obligó a sí mismo a dejar de mirarla, la
situación era ridícula, esta sería otra de esas anécdotas que contar a los
amigos. Amigos…
«Tal vez podría llamar a Andrea, aunque es tarde
ya», comenzó a cavilar. «Pero seguro que aún no se ha acostado, y cuando le
cuente cómo es este sitio, inventará alguna historia fantasmagórica pero
divertida con la que nos reiremos».
Decidido a llamar, cogió el móvil que había dejado
sobre la mesilla, pero cuando lo tuvo en la mano vio que no tenía cobertura,
solo podía llamar a emergencias.
—Genial,
simplemente genial. —La ironía llenaba cada letra de la frase.
Enfadado por saberse incomunicado, arrojó el teléfono
sobre la cama y se levantó para tirar lo que le quedaba de la improvisada cena.
Después se dirigió al baño con el neceser en la mano, pero justo entonces un
rayo de la tormenta exterior iluminó la habitación y las luces comenzaron a
titilar mientras se escuchaba el rugir del trueno. No se atrevió ni a maldecir,
no solo por el temblor de las bombillas, que le dejaba intermitentemente a
oscuras, sino porque la marca de la cómoda comenzó a adquirir un tono rojizo
que la hacía destacar más del mueble.
Completamente inmóvil y sin dejar de vigilar la
dichosa marca, esperó a que las luces volvieran a permanecer fijas. Luego, con
pasos lentos y precavidos, como si temiese despertar a una bestia dormida, se
dirigió al baño, pero la caída de un nuevo rayo apagó todas las luces dejándole
totalmente a oscuras. No obstante, la oscuridad solo duró unos instantes, pues
la marca comenzó a iluminarse nuevamente, primero con un tenue fulgor y después
con la potencia de un foco industrial, proyectando un haz cobrizo desde el
propio mueble hasta el techo.
Darío estaba asustado, eso era innegable, respiraba
entrecortadamente y notaba el corazón desbocado, miraba la extraña luz y
después a su alrededor, esperando ya que sucediera cualquier cosa. Y a punto
estuvo de sufrir un paro cardiaco cuando unos fuertes golpes sonaron por toda
la habitación. Golpes que se repitieron tras unos instantes, después se oyó una
voz:
—Señor Morales, soy Klauss. Disculpe que le moleste,
pero…
Darío no escuchó el resto de la frase, ya se imaginaba
al hombre con un hacha en la mano, lista para cortarle por la mitad en cuando
echara la puerta abajo. Y su imaginación iba más allá, predecía la conversación
que tendría el matrimonio gerente del hostal después de matarle:
«Querida, tú esconde el coche que yo me desharé del
cadáver».
«Sí, querido, pero no tardes mucho, que el asado
está en el horno y se va a pasar».
Más golpes en la puerta le devolvieron a la
realidad, y coincidiendo con la llamada la luz procedente de la marca comenzó a
atenuar su fulgor hasta apagarse.
—Señor Morales —insistía Klauss—, le traigo una
linterna, se ha ido la luz en todo el edificio. —Tras unos instantes esperando
una respuesta que no llegó, continuó—: Oiga, ¿está usted bien? ¿Necesita ayuda?
Le traía una linterna, y se preocupaba por su
bienestar, tenía que reaccionar y dejar de imaginar cosas raras, aunque dudaba
que la marca iluminándose hubiera sido producto de su imaginación. No obstante,
se dirigió hacia la puerta, no sin alejarse todo lo posible de la cómoda.
Cuando por fin abrió la puerta se encontró allí a
Klauss con cara de preocupación, sosteniendo la mencionada linterna en una mano
y un juego de llaves en la otra.
—Ah, señor Morales, me tenía preocupado, estaba a
punto de entrar para comprobar si estaba… —No terminó la frase, la expresión de
pánico y aturdimiento de su inquilino le habían enmudecido—. ¿Se encuentra
bien? ¿Quiere que avise a Ritta para que le prepare una tila?
—Yo… yo… ¿Ha
visto eso? —preguntó Darío girándose y señalando la cómoda.
—¿El qué? —El gerente recorrió la habitación con la
linterna.
—Eso, ¿no lo ve? La cómoda, la marca, la luz que
salía de ella.
Klauss le mirada extrañado, Darío estaba balbuceando
incoherente y parecía estar asustado de un mueble. Justo en ese instante la luz
regresó e iluminó la habitación.
—Señor, ese mueble es una vieja reliquia familiar,
lo trajimos con nosotros cuando dejamos nuestro país para venir aquí. —La
explicación de Klauss no parecía convencerle—. Tal vez debería usted sentarse
y…
—¡No! —le cortó bruscamente, aunque luego se
arrepintió de ello—. Yo solo es que… ¿De verdad que no lo ha visto?
Klauss negó con la cabeza y esperó paciente a que
Darío se calmase, y este dudaba ya de si lo que había visto había sido real o
no. Lo mejor sería irse de inmediato de aquel lugar, pero la tormenta seguía
descargando lluvia con furia y tan agitado como estaba tendría un accidente en
cuanto se pusiera al volante. Aunque tal vez podría hacer otra cosa.
—¿Podría cambiar de habitación?
Klauss le miró extrañado por la inesperada petición,
pero accedió. Le ayudó a recoger sus cosas y le guió por el porche, pasando
delante de varias puertas y abriéndolas todas hasta que su inquilino indicó la
habitación que prefería, la que estaba más alejada de donde inicialmente se
había alojado. Aguardó hasta que este revisara la estancia y diera su
conformidad, después se dirigió a la oficina.
Darío encajó la silla que había en el pomo de la
puerta para impedir que la abrieran, después se sentó en la cama de la nueva
habitación, abrazando fuertemente la maleta y mirando las paredes desnudas,
completamente desprovistas de muebles, eso era lo que quería. Si no tenía más
remedio que pasar la noche allí, al menos lo haría lejos de esa maldita cómoda
que tantos sofocones le estaba dando.
Pasó el tiempo, no supo exactamente cuánto, para él
fueron horas en ese estado de alerta en el que se encontraba, aunque tal vez
solo fueran unos minutos. Poco a poco comenzó a relajar el abrazo sobre la
maleta y lentamente sus ojos se fueron cerrando, no quería quedarse dormido,
quería permanecer despierto hasta que llegase la mañana, pero con la calma tras
tanta tensión acumulada, inevitablemente se quedó dormido. Sin embargo, muy
poco duró la tranquilidad del sueño, un sonido estridente le hizo despertarse, un
ruido como de arrastrar algo pesado. Abrió los ojos, se incorporó y un grito
ahogado escapó de su garganta. Allí estaba, la cómoda, la de la marca, delante
de la cama, a menos de un metro de él, amenazante y aterradora. ¿Cómo había
llegado hasta allí? La puerta seguía cerrada, la silla, encajada. ¿Qué demonios
estaba sucediendo?
Sin más respuesta que la luz cobriza titilando desde
la marca, prometiendo iluminar toda la habitación y quién sabe qué más, Darío
se revolvió en la cama, encogiéndose todo lo que pudo hasta acabar de pie sobre
el colchón.
—Esto no está pasando, no está pasando. Solo lo
estoy imaginando. Los muebles no se mueven solos, y no se iluminan, por
supuesto que no se iluminan.
Pero la marca seguía aumentando su luz mientras la
cómoda se agitaba como si la zarandearan unas manos invisibles, tirando por
tierra toda su argumentación.
—Ha tenido que ser Klauss. Sí, de alguna forma ha
entrado y la ha traído. Está loco, se cree que es Norman Bates, tendrá a su
madre momificada en el caserón —desvariaba histérico Darío—. Y ese acento tan
marcado que tiene, que tienen los dos, seguramente son rusos, o rumanos, sí,
rumanos de Transilvania, y son siervos de un vampiro o algo peor. Y esta es su
marca, una especie de hechizo para volver locas a sus víctimas antes de
dárselas a su señor.
La luz era cada vez más fuerte, toda la habitación
estaba teñida ya de un tono rojizo refulgente. Y mientras, Darío seguía
delirando:
—Y ese nombre, Hostal Vanhttos, ¿qué nombre es ese?
Tiene que ser el nombre de algún demonio de su cultura, uno al que invocan para
que se alimentase de los huéspedes.
La cómoda vibraba con un movimiento tan vehemente
que parecía que fuese a explotar, pero verla así, extrañamente hizo que Darío
reaccionara.
—Me voy, tengo que irme de aquí —era una orden a sí
mismo—. ¡Jódete, maldita! ¡A mí no vas a comerme! —le gritó al mueble mientras
saltaba de la cama maleta en mano.
Corrió hacia la puerta y luchó con la silla para
desencajarla, y justo en el momento en que consiguió abrirla Klauss apareció
delante de él.
—Señor Morales, ¿ocurre algo?
—¡Maldito psicópata! —le gritó mientras le empujaba
violentamente para abrirse paso hasta el porche—. Te haces el loco ahora, pero
sabes perfectamente lo que pasa.
Salió corriendo hacia el coche mientras buscaba las
llaves desesperadamente dentro de la maleta. Consiguió encontrarlas y entrar en
el vehículo. Con un derrape sobre el barro, salió a toda prisa alejándose de
aquel hostal.
Klauss se quedó mirando atónito cómo el coche se
alejaba bajo la constante lluvia, luego negó con la cabeza, como si aún no
pudiese creer lo que había ocurrido. Después se dirigió a la oficina, donde
Ritta tejía una bufanda apaciblemente sentada en un
sillón.
—Querida —dijo Klauss mientras dejaba un extraño y
afilado instrumento bajo el mostrador—, el señor Morales se ha ido finalmente.
—Oh, es una verdadera pena —respondió ella afligida
dejando el punto—. Parecía un buen hombre, justo como le gustan a él.
—Sí, y ya solo faltaban unos minutos para que se
materializara Vanhttos. —Suspiró desanimado—. En fin, iré a la casa y traeré de
la mazmorra a otro huésped para el sacrificio.