¡Hola utópic@s!
Hoy quiero compartir con vosotros un nuevo
relato, una historia un tanto singular que le dedico a mi gran amiga Mª Ángeles Ojeda por todo el apoyo y cariño que me ha dado
desde que nos conocemos. Espero que os guste y disfrutéis con la lectura :D
Elora se
encontraba en la avenida central de la ciudad, deslumbrada por las luces y
aturdida por los miles de estímulos que le llegaban de todas partes. Coches,
tiendas, edificios, farolas, música, gente de toda clase y muy variopinta…, todo era captado por sus ojos y memorizado al detalle en su mente, como
si de una fotografía se tratara. Era la primera vez que estaba en la urbe, y
también sería la última.
Elora procedía
de un pequeño pueblo junto a la costa, aislado por los abruptos acantilados y
cerrado a la influencia del mundo exterior. Se regían por las tradiciones
ancestrales que habían marcado sus vidas y la de sus antepasados, no había
lugar para los cambios ni para la evolución. Simplemente las cosas eran así, no
cambiaba nada, no lo había hecho en más de setecientos años, hasta los
edificios eran los mismos, restaurados tras el paso del tiempo, pero los
mismos. También los oficios, y las gentes, las mismas familias, las mismas
caras que veía cada día, porque estaban aislados. Un gran bosque delimitaba su
aldea, una ingente extensión forestal a la que estaba prohibido acceder,
siquiera acercarse; era una frontera que les impedía salir del pueblo a sus
habitantes, pero también una muralla de árboles que vedaba la entrada a los
forasteros.
Pero pese a ser
una reclusión forzosa para los aldeanos, la vida pacífica y tranquila compensaba
este hecho. Aunque no para Elora, esa vida ya no era suficiente para ella, no
tras saber que existía todo un mundo más allá. Como bibliotecaria de la aldea,
igual que su madre y su abuela antes que ella, había tenido acceso a todos los
libros, pero la joven sí los leyó, conoció otros lugares, otras culturas, otras
vidas que le habían negado por el simple hecho de nacer en aquel lugar. Ella
tenía sueños que iban mucho más allá que casarse, tener hijos y envejecer entre
los límites de aquel pequeño pueblo. Sueños que habían intentado arrebatarle
todos; sus padres, sus hermanos, los vecinos, e incluso el alcalde habían
intentado disuadirla para que olvidara esas fantasías de las que hablaba. Pero
ella quería salir, aunque fuese una vez, aunque solo fuera a la ciudad cercana,
una urbe situada a pocos kilómetros del otro lado del bosque.
—La
ciudad no es para nosotros —le había dicho el alcalde.
—Ellos
no son como nosotros, son traicioneros y crueles. Podrían hacerte daño —le
había insistido su padre imaginando lo que podrían hacerle a su hija.
—Ni
siquiera se alimentan como nosotros —le había explicado su madre.
Pero
ninguna de las advertencias, explicaciones o prohibiciones había conseguido
detenerla. Sabía que la ciudad era muy diferente de la aldea, distintas
culturas, distintas personas, pero precisamente eso era lo que ella ansiaba
conocer. Por eso, una noche, aprovechando la oscuridad de luna oculta tras las
nubes, consiguió salir de su casa sin ser vista y llegar hasta la linde del
bosque. Eran tres días de largo camino sin más medios que sus propios pies para
atravesarlo, pasaría frío, padecería hambre y sed, pero eso no importaba,
cruzaría el bosque y experimentaría en persona todo aquello sobre lo que había
leído. Suspiró y sin mirar atrás se internó en la frondosidad del camino.
Llegó
al otro lado en poco más de tres días, famélica, sedienta y extenuada, pero no
podía parar, seguramente la estarían buscando, y si la encontraban la
obligarían a regresar a la aldea. Continuó caminando, sacando fuerzas de la
emoción y expectación que sentía al encontrarse ya tan cerca. Fue dejando los
árboles tras de sí hasta que ya no hubo ninguno, únicamente una extensión de
tierra vacía que culminaba en un alto montículo impidiendo ver lo que había más
allá. Pero cuando llegó hasta él y lo subió, descubrió lo que allí se escondía:
la ciudad, dibujada por las luces que procedían de ella, puntos luminosos y
centelleantes, como si las estrellas del firmamento hubieran bajado a la tierra
para darle la bienvenida e indicarle el camino.
Impresionada
por ver todo aquello, salió corriendo colina abajo, llena de una renovada
energía. Corrió y corrió como si la persiguieran, cruzando calles e
intersecciones, dejando atrás barrios enteros hasta llegar a la avenida central, «el corazón de la
urbe, donde todo es posible», como decían sus libros. Comenzó a dar vueltas
sobre sí misma, mirando a su alrededor, allí estaba el teatro, más allá el
cine, a lo lejos podía distinguir un parque con columpios, y en el otro lado
cientos de tiendas y establecimientos. Se dirigió allí cruzando la calzada como
si estuviera poseída mientras los coches la esquivaban y los conductores la
insultaban por cruzar de aquella manera tan impudente. Pero no les prestó
atención, estaba extasiada mirando el escaparate de una tienda donde filas y
filas de ropa se amontonaban: vestidos, faldas, pantalones y camisas, aunque
muy diferentes de las vestimentas que se usaban en la aldea, telas llenas de
colores que ni sabía que existían, e incluso parecían tener texturas distintas.
De
pronto, algo en su interior se despertó súbitamente y dejó de mirar la tienda
de ropa. Cerró los ojos y se concentró en el aire, saboreando los suculentos aromas
que en él flotaban. Un hambre voraz rugía desde su estómago y guiaba sus pasos
sin que ella pudiera hacer nada, hasta detenerse en el siguiente comercio: un
gran ventanal revelaba tras el mostrador al que debía de ser el tendero, y este
estaba rodeado de tartas y pasteles, al menos eso parecían, aunque no eran como
las que conocía de su pueblo natal.
El tendero la
miró con mala cara a través del cristal, estaba ensuciando el escaparate,
dejándolo lleno de huellas que se hacían más visibles con el vaho de cada
exhalación. Pero Elora no se percató de ello, seguía poseída por ese apetito
insaciable que le nublaba el juicio.
«Ni
siquiera se alimentan como nosotros», resonaba la voz de su madre en su cabeza
cuando la advertía de las diferencias con la ciudad.
Pero
no estaba pensando, no podía hacerlo sintiendo esa hambre feroz desgarrándola
por dentro.
«Podrían
hacerte daño», le había advertido su padre. Y podrían, sí, pero solo si la
atrapaban. Era lista, era rápida, era muy ágil, podría coger uno sin que nadie
se diera cuenta. Solo uno, aquel pequeño junto al mostrador que parecía
invitarla a comérselo, que la llamaba a gritos desde su envoltura.
Se humedeció
los labios con la lengua imaginando el sabor de la primera cubierta oscura,
tierna y ligeramente salada. Después tragó saliva al pensar en las demás capas,
algunas crujientes, otras más tiernas y jugosas, y de múltiples texturas. Y el
relleno, ¡oh!, ese relleno líquido de un rojo tan intenso que le hacía llegar
al éxtasis cuando lo probaba.
—Por uno no pasará
nada. —Fue Elora quien pronunció aquellas
palabras, aunque realmente era el hambre quien hablaba—. Por uno no pasará
nada. Solo uno. Uno —repetía mientras
entraba en la tienda.
El
tendero cambió el ceño fruncido que había tenido hasta ese momento por una
sonrisa cuando la vio entrar pensando que sería una buena clienta y compraría
muchos pasteles. Y continuó sonriendo cuando Elora se acercó más al mostrador
hasta detenerse justo delante de él. Sin embargo, su sonrisa cambió rápidamente
a una mueca de sorpresa y confusión cuando esta se abalanzó sobre él saltando
por encima de la madera y tirándolo al suelo. Después su expresión se
transformó en terror y pánico cuando la joven abrió la boca desencajando la
mandíbula para asestar un feroz mordisco que le arrancó parte del cuello.
Ummm,
esa piel mulata del tendero era tan sabrosa, y la dulzura de sus músculos era
sublime. Los huesos eran más finos de lo que imaginó, aun así eran deliciosos,
y los órganos, exquisitos: un corazón fuerte y terso, las entrañas viscosas y
densas, como más le gustaban. Y la sangre roja y caliente, todavía podía notar
la adrenalina en el fluido vital que absorbía del cuerpo inerte yaciendo entre
sus brazos.
Muy bueno el relato, me ha gustado ;)Besazos!!
ResponderEliminarMuchas gracias, Arman.
EliminarSiempre lo he pensado: si existe una barrera natural geográfica... será por algo, jajaja. Enhorabuena, Nieves, me ha encantado ese final sorprendente y terrorífico. Tardará mucho en olvidárseme la inquieta, rebelde e "inocente" Elora ;D ¡Muchas gracias por una historia asombrosa más!
ResponderEliminarPues sí, Aurim, la naturaleza es sabia y crea sus barreras; por un motivo esa aldea estaba aislada del mundo, y el mundo de Elora ;)
EliminarBesos
Muy buena historia,me imaginaba que robaría un pastel jaj,muy bueno y sorprendente el final.Besos!
ResponderEliminarMuchas gracias, K@ry. Me alegra que te haya gustado y sorprendido.
EliminarSeguro que ahora mirarás los pasteles de otra forma ;)
Un beso
Sí! ajajaj
EliminarMuy buen relato.
ResponderEliminarMuchas gracias ;D
ResponderEliminarMuy bueno Nieves, me estaba dando que se lo iba a comer jejeje. Y porque no has continuado, que entonces se come a media ciudad :-)
ResponderEliminarGracias, Gata;
EliminarSí, se lo iba a comer, la pobre chica tenía hambre. Voy a tener que hacer una 2ª parte para ver si la cuidad se salva del apetito de Elora ;)
Un beso
Al leer el título no teníamos ni idea, pero conforme avanzaban las palabras, nos dimos cuenta de todas las pistas. Aun así, el final ha sido todo un espectáculo.
ResponderEliminarUn relato magníficamente narrado. Bravo.
Un abrazo.
Pequeñas pistas que te van llevando al desenlace, así me gusta narrar.
EliminarMuchísimas gracias por el comentario.
Un beso